martes, 27 de noviembre de 2012

25 NOVIEMBRE CUENTO DE MÓNICA ORTIZ, MAMÁ DE ROCIO ROLDÁN

MADRE DE ROCÍO ROLDÁN ORTIZ . 6ºD.
ÉL NUNCA CAMBIARÁ.

La soledad es la única compañera que ahora mismo puede curarme.

Quizás con el tiempo pueda borrar de mi mente su mirada fría.

Antes de que se lo llevaran me hubiera gustado sacar fuerzas para preguntarle, por qué había ensuciado sus manos con la sangre de mi madre.

No puedo dejar de preguntarme por qué dejó de darle sentido a su existencia.

Había llegado demasiado tarde.
Me quedé paralizada unos instantes. Un dolor profundo atravesaba todo mi ser.

Un charco de sangre inundaba la estancia.  El cuerpo de mi madre yacía inerte en el suelo y grité: ¡Te necesito mamá!
Sin mirar el cuerpo me senté junto a ella, cerré los ojos y la acaricié.
Todavía guardaba algo de calor, la estreché con todas mis fuerzas. No podía hacerme la idea de que jamás volvería a escuchar más su voz. Me había quedado sola en este mundo. Un escalofrío recorrió mi cuerpo.

Empecé a recordar cómo había sucedido todo.

Ella era madre soltera y yo siempre había sido su mayor tesoro. Nada más nos teníamos la una a la otra.
Él apareció cuando ya la vida parecía que no iba a depararle ninguna sorpresa. Apareció llenando de luz su vida.

Siempre nos vimos como adversarios en el amor de mi madre. Pero, aparte de los celos algo más nos alejaba. Era inteligente, calculador, siempre tenía que llevar la razón, pero, sobre todo, era violento en sus formas.
No se por qué desde que entró en nuestras vidas yo sentía una angustia que a veces me desbordaba. Sé que en el fondo yo a él tampoco le gustaba. Ya que ambos respirábamos una inmensa rivalidad. Ante todo esto mi madre se quedó ajena a nosotros. Ella veía en él, al padre que yo no había tenido y, yo es eso precisamente lo que no quería ver en él.

Una tarde de invierno, mientras yo estaba estudiando, los escuché discutir. Últimamente esto sucedía con frecuencia. Me desconcentraba y, de repente, un sonido seco me estremeció. Se me nubló la vista, me enfurecí, pero no me atreví a salir de mi cuarto. El temor se había apoderado de mí.
A partir de aquel día noté a mi madre cambiada. Su mirada escondía algo. La notaba nerviosa y alterada. Hacía tiempo que no sonreía. Le pregunté que si se encontraba bien y me respondió que sí. Pero ya sabemos que las mentiras no pueden sonar a verdad. Algo ocultaba.
Los días pasaban rápido. Cuando llegaba a casa me encerraba en mi cuarto y me pasaba todas las tardes en él.

Aquella tarde me sorprendió con una taza de chocolate caliente. Hacía tiempo que sus ojos no brillaban. Se quedó pensativa un rato. Me apretó contra ella. Yo creo que no encontraba las palabras adecuadas. Me dijo que me quería más que nadie, pero que a él también le amaba.

No sé lo que se me pasó por la cabeza en ese momento. Noté que me sentía muy mal. Mi madre me lo notó en la cara y salió de mi cuarto, antes de que yo pudiera reaccionar.

La situación se volvía insostenible. Su forma de ser violenta se hacía más notar. Las discusiones eran constantes. Yo en un segundo plano nunca me atreví a afrentarme a él. Me dejaba bloqueada.

Comencé a dormir poco. Tan solo, deseaba pasar el menor tiempo posible en casa, para no afrontar la realidad. Estaba confundida, no era capaz de reaccionar.
Mi madre se derrumbaba por días. Ella siempre confió en que él cambiaría, pero guardaba tras su ropa, los golpes de la verdad. Aún así seguía amándole. Eso a mí me molestaba tanto, que mi dolor se volvió silencio, y éste, en cómplice de su destino.
Pero ahora es tarde. Tarde para todo.

Sigo apretando con fuerza su mano. Te das cuenta de todo el tiempo que has perdido, intentando esperar lo inesperado.
¡Si la rabia pudiera devolvérmela! Pero no, eso no va a suceder. Ya no valen lamentaciones. No pienses en que hubieras hecho si hubieses estado en mi lugar. No pienses que habría pasado si yo hubiese contado mi secreto. No pienses que hubiera pasado si él hubiera cambiado.

Ella está ahora muerta, y nadie podrá devolvérmela. Y me sigo preguntando: ¿Merece la pena esperar?, esperar a qué. NO PODEMOS DEJAR PASAR UNA VIDA ESPERANDO.




Mónica Ortiz Rodríguez.